martes, 13 de marzo de 2007

TIJUANA: LA ÚLTIMA FRONTERA MEXICANA

Completamente inconsciente de lo que significaba un viaje y una estadía en la ciudad más al noroeste mexicano (frontera con EEUU), y de las connotaciones étnicas, sociales y políticas que implicaba, me embarqué en un viaje hasta ese punto en el mapa, totalmente desconocido para mí.

México representaba lo mítico para mí el legado indígena, pero al mismo tiempo demasiado lejano de nuestra formación “europeizante”.

Con pocas referencias, sin mapa y mucha ansiedad, esperé el día de la partida.

Luego de casi 36 horas de vuelo, y dos esperas agotadoras (en Buenos Aires y el Distrito Federal Mexicano): llegamos a la ciudad fronteriza de Tijuana.

En la última espera comencé a ver las desigualdades sociales en los actos más simples y cotidianos: un lustrabotas se situaba en un nivel inferior que al señor que se le sacaba brillo de sus zapatos, acomodado en una poltrona que parecía un trono.

Llegada a Tijuana

Era de madrugada cuando nos bajamos del último avión. Mojamos nuestros rostros somnolientos y con marcas de almohada, para tomar nuestras pertenencias y dirigirnos a MIGRACIÓN. Allí nos encontramos haciendo fila y de cara a unos hombres vestidos de verde y con cara de pocos amigos, infundiendo temor.

Luego de mirarnos fijamente y comprobar la autenticidad de nuestros documentos – sello mediante-, tomamos nuestras valijas y nos dirigimos a un hotel cercano a instalarnos.

Nos dividieron en dos grupos y cada uno marcho rumbo al alojamiento que le tocó en suerte.

En el hall del hotel todo era un caos y todos queríamos ir a dormir luego de tremenda travesía.

Me tocó en suerte el hotel “Corona Plaza”, edificio con un aire señorial pero con huellas de decadencia que sus funcionarios trataban de ocultar, vecino a la plaza de toros que le daba nombre. Espectáculo insólito para nosotros: salir al balcón y tener la sensación de poder tocar los restos de un pasado cercano.

TOMARSE UN TAXI EN TIJUANA
Fue una experiencia casi surrealista para mí, pues los taxis eran unos cadillacs rojos destartalados que iban levantando pasajeros por la ciudad y cada uno pagaba en función del recorrido que hacía –éstos taxis estaban por fuera de toda regla, pero circulaban cubriendo una necesidad real-.


Sentirse extranjera en Latinoamérica…

Cada vez que tomábamos un taxi para desplazarnos –era la forma de transporte más económica y rápida, aunque suene irónico por tratarse de autos casi de museo!- sentíamos las miradas acusadoras de la gente que viajaba -en las dos filas de asientos destinada a los pasajeros- a nuestro lado. Nos decían “güeros” a los de piel blanca, diferenciándonos de la cultura indígena y mestiza que predomina y que es fuertemente marginada social, económica y culturamente a través de todo Méjico.


Continuará…

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